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El Minero de Zipaquirá - Crónica

Actualizado: 8 mar 2022


Ricardo Jorge tenía el don de estar siempre en el lugar equivocado en los comerciales del mundial de fútbol creados por Davivienda hace un par de décadas. En mi caso ha sido, más bien al contrario: He tenido la extraña suerte de terminar involucrado en procesos y proyectos realmente extraordinarios y nunca se cómo ni porqué, pero aprendí a no patalear y seguir la corriente, asumiendo que si Dios así lo ha querido uno tiene que ser juiciosito y no pelear.

Nunca entendí como terminé trabajando en la Academia Superior de Bellas Artes de Paris y en el Museo del Louvre con el más eminente restaurador francés, Michel Bourbon, descendiente de los Borbones de Francia y maestro restaurador del obelisco y de los caballos de Marly, entre otros famosísimos monumentos. Pude ser parte de un grupo de escultores y restauradores de diferentes partes del mundo (yo, un colombianito en medio, que nada que ver), trabajando en la restauración y traslado de unas esculturas en alto relieve que fueron instaladas en el Museo del Louvre y se hicieron copias idénticas en


piedra con resina para el lugar de origen; todo esto cuando apenas contaba con dieciséis años.


Tampoco entendí como terminé un día en Madrid durmiendo en un apartamento de huéspedes, propiedad del coleccionista de arte Enrique Sarasola, una de las 50 fortunas más grandes de Europa a principios de los 90’s, donde había un Picasso original y la colección de grabados de Goya en el pasillo de mi habitación; o cómo ese señor me entregó las llaves de un Mercedes-Benz de gama 500 para ir a pasear con la señorita España (o algo así) de ese año, a quien Sarasola le había pedido que fuese mi guía por el par de semanas que yo estaría en Madrid.


Ve y la invitas a cenar o a tomar algo, me decía este señor mientras me pasaba diez mil pesetas bajo la mesa para los posibles gastos eventuales; y mucho menos comprendo aún hoy como terminamos en una hacienda a las afueras de Madrid, ella y yo, cuando los mayordomos nos indican cuál era nuestra habitación (una habitación para los dos) o, al día siguiente, cuando Enrique me invita a “cabalgar un rato” y me dice que el caballo de paso que estoy montando le costó dos millones de dólares, así que debo llevarlo con firmeza, ante lo cual salté de inmediato al suelo argumentando que se me pelaría el culo por ponerlo sobre un animal más fino que yo –algo que sigo sin entender–.


Igual de extraño fue quedar envuelto en un equipo de historiadores y expertos de todas las áreas en la Casa de la Moneda en Bogotá, discutiendo sobre los guiones museográficos alrededor de la Ciudad de la sal, y más aún que yo haya tenido la osadía de contradecir a todo el mundo cuando ellos insistían en una escultura religiosa para la Catedral, pero a mí se me ocurrió que debería ser mejor un minero, en homenaje a quienes hicieron la Catedral de Sal.


Seguro que fui imprudente y tal vez hasta grosero, pero imagino que por eso terminé siendo encargado con la comisión de dicha escultura.


Inicialmente se quería que la escultura estuviera dentro de la Catedral. Recuerdo que después de haber hecho dos maquetas muy elaboradas, inocentemente pregunté si la Sal no terminaría oxidando el bronce de la escultura más de lo necesario, comprometiendo su duración en el tiempo.


Esto obligó a cambiar todos los planes y tuvimos que comenzar a plantear otras opciones: Se habló de un chircal que podía ser un museo, justo frente al colegio que está al lado de la entrada del parque y donde antes se cargaban los camiones con el aguasal que se producía en la mina y en la fábrica; se hizo maqueta para esta opción que también fue descartada; se habló del parqueadero y de muchos lugares más, hasta que se determinó el lugar definitivo en el que hoy se encuentra instalado el Minero.


Casi un año después de muchas maquetas, reuniones, planos, ideas de museos y recorridos y decenas de propuestas de todo tipo, comenzó el proceso de la escultura.

Lo que nadie alcanza a pensar en estas cosas , es lo engorroso y difícil del proceso contractual, de documentos, abogados, firmas, seguros, impuestos y condiciones para poder hacer lo que un artista debe hacer.


Uno siente que está empeñando el alma y su libertad cuando firma un contrato con el estado, y más aún cuando tiene que suscribir pólizas de cumplimiento, de materiales, de calidad, de durabilidad a 300 años, etc. Ya me imaginaba yo en la Picota o peor; con traje a rallas y una pica, de minero, en una cantera hasta el fin de mis días.


O Dios es muy generoso o yo soy muy de buenas, pero de una forma u otra terminé en el taller de fundición, en el tercer piso de una bodega en una zona industrial de Bogotá, amasando caolín en polvo con agua para hacer la arcilla con la que modelaría la escultura.

Mi querido amigo y modelo Raúl Vargas posó de mil formas diferentes para realizar la maqueta definitiva, el estudio de la postura ideal y todos los bocetos que realizamos para la escultura. Fueron bastantes sesiones, varios rollos fotográficos, pues para ese entonces aún no había cámaras digitales, muchos dibujos y francamente también muchos juegos con escobas en las manos, simulando que eran picas, para encontrar una posición natural y estética para la escultura.


Siempre que comienzo una obra siento que no tengo la más mínima idea de

cómo se hace y que tengo que reaprender el oficio desde cero una vez más. Siento que estoy improvisando, que estoy apostando a que las ideas funcionen y confiando en que el sentido común, adiestrado por la experiencia y los estudios realizados, me permitan tener la suerte de lograrlo al final. Pero en el caso del Minero, de verdad no tenía ni la menor idea de cómo lo lograría, así que decidí ir por partes. Había que hacer bocetos y estudios anatómicos, antes que nada, y obviamente una maqueta para poder escalar la obra después, así que eso hice, esperando no tener que pensar en los demás problemas… ojalá nunca.


Hice un dibujo a escala real, que creí que serviría de guía para algo, e hice una maqueta inicial de aproximadamente 50 cms. de alto para que fuera la guía exacta de la obra final. Comenzamos a cortar los tubos de hierro y los ángulos que formarían el esqueleto. El dibujo sirvió para medir las piezas de hierro sobre la silueta y así asegurar las proporciones; la maqueta nos dio la guía de las direcciones en el espacio. Se me ocurrió rellenar el espacio alrededor de la estructura con piezas de madera, cartones y elementos varios, atados con alambre, malla metálica y más piezas de hierro soldadas a la estructura inicial, para rellenar lo más posible la figura y acercarme al volumen definitivo, y una vez que eso parecía suficiente, comenzamos a poner la arcilla.


Nunca en mi vida vi tanta arcilla junta. Fueron bultos y bultos de caolín en polvo que amasamos un par de chicos del taller de fundición y yo para poder modelar la escultura. No es la mejor arcilla para trabajar, pero cumplió su función de manera adecuada a pesar de ser más arenosa que la arcilla normal y de tener menos adherencia también. Esto si generó dificultades adicionales, al igual que la tragedia que aconteció cuando empezábamos a montar el volumen general, con ayuda del fundidor del taller adicionando conmigo la arcilla, los dos chicos amasando más barro y los demás trabajadores del taller acompañándonos, cuando accidentalmente Hernando, el fundidor, golpeó la mesa donde estaba la maqueta que se rompió en mil pedazos al caer.


Parecía como si alguien hubiera fallecido, por las expresiones de todos, y el desconcierto del fundidor porque ahora ¿Cómo iba a hacer la escultura? Después de pensarlo por unos minutos y lograr digerir el susto del momento dije: pues la haré de memoria, y seguí poniendo arcilla, ya sin más ayudantes y en silencio absoluto por parte del público presente que nunca entendieron lo que dije, porque supongo, pensarían que yo estaba loco. (fue mentira a medias; usé fotos del modelo)


Pensaba mucho en Miguel Ángel por esos días. Pensaba en que hay que entregarse un poco a un poder superior y confiar, para poder hacer cosas como las que él hizo, especialmente con El David: el coloso más impresionante del mundo y que realizó a la edad inverosímil de 20 años; tuvo que haberse encomendado a Dios y a su fe para enfrentar esa tarea titánica y lograrla, por esta razón es que para mí, el minero debía tener el mismo tamaño del David. Era mi manera de rendir tributo a ese increíble titán de la escultura que fue Miguel Ángel e invocar su genio para ser mi guía en esta escultura.


Mis jornadas empezaban cerca de las 7 am en el taller y terminaban algunas horas después de que se ocultaba el sol. Un walkman y mis audífonos eran mi compañía permanente, al igual que la bella vecinita que salía con regularidad a colgar ropa en la terraza de una casa cercana a la ventana del taller donde me encontraba, y que con frecuencia me causaba curiosidad distrayéndome de la escultura dado que salía muy ligera de ropa. A veces me preguntaba si saldría hoy, si habría visto lo que se construía en la ventana en donde me encontraba y si algo así llamaría su atención; me preguntaba que estudiaría y luego pensaba que debía concentrarme en lo mío en lugar de perder el tiempo, así que cambiaba de canción y volvía a mi escultura.


Nunca fui consciente de cómo aumentaba progresivamente el peso de la obra hasta que un día oí algo rompiéndose en el interior del torso y la escultura comenzó a desbalancearse. Traté de sostenerla, pero pesaba casi una tonelada y cuando sentí que iba a caer, llegaron los trabajadores del taller y me ayudaron a sostenerla, mientras alguien más puso algunos tubos de hierro para estabilizarla y entre los gritos de todos y la adrenalina de cada uno, rápidamente quitamos el material del torso del minero dejándolo hasta la cintura.


El peso era demasiado para la estructura que planeamos inicialmente y se había roto, así que tuvimos que arreglarla y reforzarla, y soldamos dos varillas gruesas a las vigas de hierro que sostenían el techo en tejas para darle más estabilidad y distribuir el peso también sobre el techo del taller. Luego con las piernas temblorosas nos sentamos todos en silencio a almorzar los guisos de Doña Rosa, la esposa de Hernando, y en la tarde, ya a solas, volví a empezar otra vez.


Una semana después ya había armado todo el volumen nuevamente, el cansancio disminuía mi atención, por lo que cometí errores al no reforzar la estructura de la cabeza del minero, y nuevamente, cuando la estaba terminando, se cayó de golpe derribándome de la mesa sobre la cual estaba trabajando de pie para alcanzar la altura, y nos aplastamos cabeza y yo en el piso.


Esta vez afortunadamente no llegó nadie más, porque me daba vergüenza mi error y descuido, y lentamente volví a construir la estructura. Decidí descansar ese fin de semana.


Algo más de un mes había pasado desde que jugaba con Raúl y con las escobas, hasta que el minero quedo terminado en arcilla y comenzamos a hacer los moldes en yeso de toda la escultura. Es un proceso lento y dispendioso, fueron más de 40 bultos de yeso y un par de semanas más los que se usaron para hacer los moldes. Luego se aplicó la cera sobre las piezas de moldes, haciendo una capa de un centímetro o un poco menos en cada molde, reforzando las piezas con gasa. Así hicimos toda la escultura en cera nuevamente, por piezas, y retrabajé cada una de ellas para pulir detalles y terminaciones, para luego hacer los moldes de fundición alrededor de ellas.


Entre tantos hechos Macondianos que sólo pasan en Colombia, resultó que el fundidor con quien contraté este proceso, porque aseguró que sabía fundir a la cera perdida, no tenía ni idea del proceso y pretendía fundir a la arena todo el minero, argumentando que era mejor así. La verdad es que no conocía la técnica y prácticamente me tocó enseñarle todo, como también hacer pruebas con diferentes materiales para realizar los moldes refractarios, porque él pretendía importar un “ceramic shield” de Estados Unidos que excedía tres veces el presupuesto total de la escultura, todo esto como excusa para no reconocer su falta de experiencia. Tuve que explicarle prácticamente como hacer los moldes y hacer la mitad del trabajo en el que supuestamente él era el experto, sólo para que después pudiera alardear públicamente de su amplísimo conocimiento, como suele pasar.


A propósito de presupuestos y, ante los cuentos que circulan sobre la supuesta donación de la escultura, la verdad es que el valor asignado por el IFI-Concesión Salinas, que era la entidad contratante (subsidiaria del Ministerio de Desarrollo) para la creación de la escultura fue realmente muy ajustado, pero la oportunidad de realizar una obra como esa era tan grande y valiosa para mí, que decidí hacerlo aún si no me quedaba un centavo de ganancia. Tanto la gente del Banco de la República como los del IFI eran conscientes de que el presupuesto era insuficiente, pero entre todos decidimos seguir con el proyecto, tanto de la escultura como de otros procesos del Parque de la Sal. Todos decidimos poner nuestra alma en ese gran proyecto sin importar los costos. Y valió la pena todo el esfuerzo. Puedo asegurar que son muchas las cosas que se hicieron en el parque, en el museo, en el minero y en otros proyectos más, que fueron “donados” al parque y al municipio, “Por amor al arte”.

Una vez fundida y soldada la escultura en bronce sobre la estructura en hierro, llegó la hora de realizar las pátinas: Una pátina es básicamente una coloración que se le da al metal dorado. Esto se hace mediante ácidos y metales disueltos en estos ácidos, con los que se hacen como unas “tintas” cuyo color depende del metal derretido y de la temperatura del metal cuando se aplica. Con sopletes de gas calentamos la escultura y aplicamos los ácidos con brocha, y la temperatura hacía que los óxidos metálicos se adhirieran íntimamente al metal brindándole los colores que buscaba. Se trabajó con ácido nítrico y con hierro, en forma de muchísimas puntillas y piezas de chatarra que se dejaron corroer entre el ácido por semanas. La razón de esta elección fue porque muchas de las piezas museográficas, de panelería, algunas de las “tiendas” que construimos en el Parque, e incluso algunas de las estructuras visibles en el parque, en el Museo de la Salmuera y otros puntos del complejo turístico eran en hierro y presentaban el característico color rojizo del óxido de hierro, así que, aunque nunca se hacen pátinas rojas al bronce, quise darle al minero el mismo color.

Terminada la pátina, aplicamos una capa de cera de protección sobre la escultura calentada a cientos de grados con los sopletes, para que la cera penetrara dentro del metal, y la brillamos a mano para darle su aspecto definitivo. Luego conseguí una Cama-Baja, de las que transportan vehículos de construcción, subimos la escultura acostada sobre el Planchón del vehículo y me subí con mi escultura y dos trabajadores para llegar hasta Zipaquirá.


El incondicional Ingeniero Jorge Castilblanco, fue quien lideró todos los procesos en la Catedral y en el parque, quien consiguió la lámpara de aceite antigua para el casco de la escultura y quien más colaboró con todo y todos para lograr el Parque de la Sal. Él mismo ya había dispuesto de una grúa para izar la obra y del material que necesitábamos para anclarla al suelo. Ya habían realizado los hoyos en los que entrarían los enormes tubos de hierro de los cimientos, que bajan más de metro y medio dentro del suelo y casi un metro por fuera, alrededor de los cuales hice el pedestal.


Fue muy emocionante ver al Minero volar por los aires colgado de la grúa, desde el camión que lo llevó a Zipaquirá hasta el lugar donde lo instalamos. Se dejó suspendido un metro sobre el suelo mientras que soldamos los anclajes de hierro y vertimos el concreto; posteriormente, soldamos los demás tubos que estabilizarían la escultura y, después de todo un día de trabajo entre varios mineros y mi equipo, terminamos de anclar la escultura. Ese día, con el ingeniero Castilblanco y los representantes del Banco de la República que se encontraban allí, se decidió que el emplazamiento sería bautizado “La plaza del Minero” y que el logotipo del parque se haría con un minero y la cruz de la Catedral.


Al día siguiente, llegaron las piedras que necesitaba para el pedestal, pero contrario a lo que yo esperaba, en lugar de bloques grandes de piedra que esperaba tallar y acomodar alrededor de la escultura, me llegaron dos volquetas llenas de piedras medianas, que podían alzarse por una persona cada una. Esto obligó a cambiar los planes, y con la ayuda de un par de mineros construimos una especie de “piscina” de piedras con cemento que llenamos con arena pisada, luego cemento y más piedras para tapar la arena, y me dediqué durante un mes más a tallar piedra por piedra y a pegarlas con cemento blanco y cemento normal, adicionando a éste pigmentos minerales para imitar el color y la textura de las piedras, y construir el pedestal de la escultura. La talla de las piedras comenzó con cincel y martillo, a la antigua, por varias semanas, pero luego me prestaron en la mina una pulidora para terminar detalles. Por cierto, me avergüenza decirlo, pero a raíz del cansancio tuve un accidente cuando estaba terminando, y un lunes en la tarde, cuando más trabajaba porque la Catedral estaba cerrada los lunes y no había nadie, se me rompió el disco de corte de la pulidora y ésta rebotó contra una de las piedras, y sentí que se enredó con mi pantalón. Al apagarla noté que el roce que sentí, en realidad había atravesado el delantal de protección de cuero que usaba, el overol de trabajo y el jean que llevaba puesto, y me había hecho un corte en la rodilla que se veía extraño.


Por supuesto que dejé el trabajo y fui a buscar a alguien en el parque que me indicara como encontrar un centro médico, pero no logré encontrar a nadie. Era día de descanso.


Entonces bajé al parqueadero, encendí mi Renault 4 blanco y fui a la ciudad a ver si había un centro médico, pero como no conocía el lugar y no veía nada, decidí regresar a Bogotá e ir a un centro de salud que conocía en el sector de Cedritos. La displicente enfermera de la recepción ni siquiera quería escucharme cuando le dije que había tenido un accidente y que tal vez requeriría unas puntadas, y seguía en sus quehaceres sin inmutarse. Tras media hora le pregunté si podía prestarme un trapero porque estaba ensuciando el piso, y molesta se levantó por encima del mostrador para ver de qué le hablaba. Cuando notó la sangre y mi ropa cortada por fin se asustó y llamó a un médico, y logré que me atendieran en urgencias. La moraleja es que cuando se trabaja con herramientas peligrosas, los tiempos de trabajo no deben ser demasiado prolongados, porque el cansancio ocasiona descuidos, y cualquier descuido puede mandarlo a uno a que le dejen más de 30 puntos de sutura en una rodilla, por pendejo.


En los días siguientes fue bastante incómodo terminar de tallar las piedras cojeando, así que abusé un poco más del cemento, que era más fácil, y logré terminar la escultura antes de navidad de 1999, un mes y medio después del nacimiento de mi hijo mayor: Santiago.

Después de todo esto, volví a Zipaquirá muchas veces, como por inercia y por la costumbre de ir todos los días. Iba y miraba la escultura, le limpiaba aquí y allá y me costaba creer que yo hubiera hecho eso. Se sentía ajena, con vida propia, especialmente cuando los visitantes se acercaban a verla y se tomaban fotos con ella. Yo solía alejarme para no incomodarlos o a veces les ayudaba con sus fotos, ayudaba a llenar los vacíos que tenían los guías en sus discursos sobre el parque, el museo, el proceso de la sal o sobre el recorrido y visitaba de vez en cuando al Ingeniero Castilblanco en su oficina, pero como todos tenían tanto que hacer prefería no molestar tanto y volvía periódicamente para ver que todo estuviera bien, o para acompañar a una que otra persona que quisiera conocer el Parque. Por supuesto que llevé a mi hijo Santiago después de sus vacunas a conocer a “su hermano grande” como denominaría él mismo años más tarde.


La experiencia del Minero me enseñó que una obra de arte puede convertirse en un símbolo para muchas personas, que puede ser el punto de unión de muchas ideologías y sentimientos de pertenencia para quienes se relacionan y conviven con ella. Esa experiencia sembró semillas que luego se convirtieron en la Academia de Artes Fábula, luego de la Fundación A2S y en todos los demás proyectos artísticos, sociales y educativos que he hecho por casi un cuarto de siglo desde entonces, por lo que tendré siempre con Zipaquirá, con la Catedral, el Parque y con todas las personas que hicieron posible esa maravilla nacional, una deuda de vida y una gratitud eterna.



Plaza del minero

Zipaquirá

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